Vandalismo
Con el cierre hasta el cuello, la capucha puesta, la práctica mochila a mis pies viajaba yo en el San Martín, mirando por la ventana la oscura noche del conurbano; noche más oscura que la porteña. Había elegido esa noche precisamente por su oscuridad, una oscuridad de luna. Los astros tienden a ser más regulares en sus movimientos que las nubes del cielo, y en ellos apoyé mi pronóstico. Así, con el sol, la luna y la tierra casi alineados sabía que la blanca pared no brillaría hoy con la luz de la luna, que es brillo de la luz del sol.
Toqué la mochila a mis pies, repasando mentalmente cada uno de los objetos allí guardados. Cada uno, un objetivo específico y yo, como el más capacitado alpinista, me dirigía con ellos hacia mi destino, aquella blanca pared.
Nunca me gustó que nominasen lo mío como "vandalismo", no porque no me banque aceptar lo que hago, sino porque con este nombre caigo en la misma bolsa que varias personas y actitudes que me desagradan. Quedo indistinguido entre el que patea faroles o quema tachos de basura. Gente movida por la moda, la bronca, sin originalidad, sin objetivo. Yo me considero distinto. Lo mío busca generar una impresión, mover a la gente, darles una frase, una imagen que represente una idea, para que la lleven consigo; es rebeldía que apunta a algo. Es arte callejero, es filosofía de barrio. Muchos de los mejores graffitis de esta parte del mundo son míos. En el anonimato llevo mis propios aplausos, cuando los logros son evidentes. Una frase incoherente en el lugar acertado, un disparo de color en alguna pared, un dibujo poseedor de profundo significado, la mayor parte distribuidos a lo largo de la vía del tren. Ahora incluso, a través de las sombras, me parecía distinguir alguno.
Pero había un lugar determinado a donde siempre volaban mis pensamientos, una pared que se diferenciaba de las otras, aún virgen, como la nieve sin pisar: mi eterna cuenta pendiente. Se levantaba entre dos de las estaciones que ignoraba el tren rápido, con esa altanería que a veces tienen los trenes. Pero no era una entre más. Esta pared era un imán inevitable para cualquiera que viajara en el tren, era imposible no verla; era un pizarrón extendido frente a un aula abarrotada, esperando al maestro. Cualquier mensaje escrito en aquella pared tendría mayor audiencia que en cualquier red social, era una oportunidad única.
¿La razón por la cual todavía no estaba escrita? Era el lado de una enorme fábrica, con seguridad en sus jardines día y noche. No era objetivo fácil, y menos para un amateur. Pero yo no era un amateur.
. . .
Suelo escuchar música en el tren; algún rap melancólico intercalado con algún que otro tema de Bach. Pero eso es de día. De noche, cuando el San Martín se vacía y uno puede sentarse junto a la ventana me gusta cerrar los ojos y escuchar el ruido del metal contra el metal, el intento desesperado del tren de callar el silencio opresivo de la noche. Me gustaba adivinar la estación en la que me encontraba escuchando sólo los chirridos de las ruedas. Cada estación tiene su propio sonido, y eso es algo que se aprende tras mucho viajar y llegar a mimetizarse con el tren.
Allí abrí los ojos confiado en mis oídos y la vi, imponente frente a mi, mi blanca pizarra. Me incitaba con su blancura, se burlaba de mí, me anhelaba. La fábrica me daba la espalda, le daba la espalda al tren, como queriendo no hacerse cargo de esa realidad. Pero al tren nadie le da la espalda, ni a mí tampoco.
La estación siguiente era mi parada. Estación vacía de pasajeros y hasta vacía de guardas, como si pedir el boleto a esa hora ya no fuera importante; boleto que, de todas formas yo había comprado. Habría guardado el boleto como un recuerdo pero sé que la tinta con el tiempo desaparece, como destruyendo cualquier posible evidencia de mis actos inapropiados.
Volviendo sobre mis pasos llegué finalmente al alambrado que separaba la fábrica de ese vergonzoso tren y, agazapado ahí escruté los jardines, identificando a los guardias. Ya tenía todo estudiado y no me fue difícil, siguiendo mi riguroso camino, llegar hasta la pared parando cada vez en un escondrijo distinto. Otra vez agradecí la falta de luna y, cuando arrimado a la pared, vi pasar a los guardias otra vez en su larga vuelta, comencé la escalada, cada paso estudiado, cada herramienta al alcance, cada nervio de mi cuerpo concentrado en subir, saltar, colgarme y volver a subir, rápido y silencioso como una sombra.
Me detuve unos 2 minutos en un rincón de oscuridad, la sangre latiendo en mis oídos, para esperar una nueva vuelta de los guardias, y asegurarme tiempo para mi retirada, un tanto menos elegante que mi entrada. Cuando tuve a los guardias casi enfrente mío, pensé que mis latidos me delatarían, pero no escucharon nada. Nadie oye, salvo yo, mi corazón.
Entonces, ágil como un escalador, enganché mis arneses en las rejas de las pequeñas ventanas y me enfrenté a la pared, el aerosol en la mano y toqué su rugosa textura...
. . .
Hoy, varios meses después de aquel terrible día, sigo viajando en el mismo tren, todos los días, mi pequeño cuaderno lleno de frases ocurrentes, frases cultas, incitadoras, revolucionarias, dibujos sugerentes, bocetos y más y más cosas que podrían haber coronado aquella pared. Aquella pared que todos los días estoy condenado a mirar, como un recuerdo de la culminación de mi estupidez. Pero ya de nada sirven las frases ocurrentes. Cada vez que el tren pasa por esa pared veo a los chicos de 12 años reírse señalando mi dibujo. Pero ellos son chicos, no voy a culparlos. Yo pasé esa etapa y hubiera esperado de mí algo más propio de mi edad, un poco más de... altura.
Pero ocurrió que cuando estaba ahí colgado, acariciando la pared, agitando suavemente el aerosol, mi mente se quedó totalmente en blanco, mi cerebro embotado ante tanta libertad. ¿Qué escribir? ¿Qué dibujar? No lo había planeado. Y puede parecer ridículo, el plan me había llevado semanas pero mi objetivo era llegar allí arriba, atravesar el jardín custodiado, lo demás lo había dejado a la improvisación. Pero, colgado con mi arnés, mirando la pared, nada venía a mi cabeza, nada parecía suficiente. ¿Qué quiere la gente? ¿Qué puede impresionarlos? ¿Qué quiero transmitir? Hoy tengo miles de respuestas ingeniosas a estas preguntas, pero allí no había plan que valga. Era yo, y mis impulsos. Y ahí, después de largos segundos de quietud, mi mente tan en blanco como la pared, consciente de que se me acababa el tiempo, que debía bajar, que debía correr, dibujé rápidamente lo primero que se me vino a la cabeza, sin análisis, sin barreras.
Bajé y corrí como un rayo, a salvo ya de los guardias, pero no de mi vergüenza. No sé por qué en ese momento, librado a mis instintos, surge esa extraña regresión, esa idiota necesidad de recurrir a lo burdo, de hacer un enorme dibujo fálico como si fuera un chico garabateando en un banco de colegio.
Cualquier cosa hubiera sido preferible a esa estupidez. Encima en la fábrica se empeñan en no borrar mi dibujo, como para torturarme con mi propia creación. Nadie sabe que fui yo, excepto yo mismo. Pero así como antes aplaudía mis triunfos, ahora me avergüenzo de mi fracaso. Y aunque cierro los ojos cada vez que el tren bordea la pared no puedo engañarme. Escucho la risa de los preadolescentes, escucho las ruedas sobre los rieles y sé que está allí; sé que me mira desde la pared mi parte infantil, recordándome que nunca voy a poder librarme de ella.
Toqué la mochila a mis pies, repasando mentalmente cada uno de los objetos allí guardados. Cada uno, un objetivo específico y yo, como el más capacitado alpinista, me dirigía con ellos hacia mi destino, aquella blanca pared.
Nunca me gustó que nominasen lo mío como "vandalismo", no porque no me banque aceptar lo que hago, sino porque con este nombre caigo en la misma bolsa que varias personas y actitudes que me desagradan. Quedo indistinguido entre el que patea faroles o quema tachos de basura. Gente movida por la moda, la bronca, sin originalidad, sin objetivo. Yo me considero distinto. Lo mío busca generar una impresión, mover a la gente, darles una frase, una imagen que represente una idea, para que la lleven consigo; es rebeldía que apunta a algo. Es arte callejero, es filosofía de barrio. Muchos de los mejores graffitis de esta parte del mundo son míos. En el anonimato llevo mis propios aplausos, cuando los logros son evidentes. Una frase incoherente en el lugar acertado, un disparo de color en alguna pared, un dibujo poseedor de profundo significado, la mayor parte distribuidos a lo largo de la vía del tren. Ahora incluso, a través de las sombras, me parecía distinguir alguno.
Pero había un lugar determinado a donde siempre volaban mis pensamientos, una pared que se diferenciaba de las otras, aún virgen, como la nieve sin pisar: mi eterna cuenta pendiente. Se levantaba entre dos de las estaciones que ignoraba el tren rápido, con esa altanería que a veces tienen los trenes. Pero no era una entre más. Esta pared era un imán inevitable para cualquiera que viajara en el tren, era imposible no verla; era un pizarrón extendido frente a un aula abarrotada, esperando al maestro. Cualquier mensaje escrito en aquella pared tendría mayor audiencia que en cualquier red social, era una oportunidad única.
¿La razón por la cual todavía no estaba escrita? Era el lado de una enorme fábrica, con seguridad en sus jardines día y noche. No era objetivo fácil, y menos para un amateur. Pero yo no era un amateur.
. . .
Suelo escuchar música en el tren; algún rap melancólico intercalado con algún que otro tema de Bach. Pero eso es de día. De noche, cuando el San Martín se vacía y uno puede sentarse junto a la ventana me gusta cerrar los ojos y escuchar el ruido del metal contra el metal, el intento desesperado del tren de callar el silencio opresivo de la noche. Me gustaba adivinar la estación en la que me encontraba escuchando sólo los chirridos de las ruedas. Cada estación tiene su propio sonido, y eso es algo que se aprende tras mucho viajar y llegar a mimetizarse con el tren.
Allí abrí los ojos confiado en mis oídos y la vi, imponente frente a mi, mi blanca pizarra. Me incitaba con su blancura, se burlaba de mí, me anhelaba. La fábrica me daba la espalda, le daba la espalda al tren, como queriendo no hacerse cargo de esa realidad. Pero al tren nadie le da la espalda, ni a mí tampoco.
La estación siguiente era mi parada. Estación vacía de pasajeros y hasta vacía de guardas, como si pedir el boleto a esa hora ya no fuera importante; boleto que, de todas formas yo había comprado. Habría guardado el boleto como un recuerdo pero sé que la tinta con el tiempo desaparece, como destruyendo cualquier posible evidencia de mis actos inapropiados.
Volviendo sobre mis pasos llegué finalmente al alambrado que separaba la fábrica de ese vergonzoso tren y, agazapado ahí escruté los jardines, identificando a los guardias. Ya tenía todo estudiado y no me fue difícil, siguiendo mi riguroso camino, llegar hasta la pared parando cada vez en un escondrijo distinto. Otra vez agradecí la falta de luna y, cuando arrimado a la pared, vi pasar a los guardias otra vez en su larga vuelta, comencé la escalada, cada paso estudiado, cada herramienta al alcance, cada nervio de mi cuerpo concentrado en subir, saltar, colgarme y volver a subir, rápido y silencioso como una sombra.
Me detuve unos 2 minutos en un rincón de oscuridad, la sangre latiendo en mis oídos, para esperar una nueva vuelta de los guardias, y asegurarme tiempo para mi retirada, un tanto menos elegante que mi entrada. Cuando tuve a los guardias casi enfrente mío, pensé que mis latidos me delatarían, pero no escucharon nada. Nadie oye, salvo yo, mi corazón.
Entonces, ágil como un escalador, enganché mis arneses en las rejas de las pequeñas ventanas y me enfrenté a la pared, el aerosol en la mano y toqué su rugosa textura...
. . .
Hoy, varios meses después de aquel terrible día, sigo viajando en el mismo tren, todos los días, mi pequeño cuaderno lleno de frases ocurrentes, frases cultas, incitadoras, revolucionarias, dibujos sugerentes, bocetos y más y más cosas que podrían haber coronado aquella pared. Aquella pared que todos los días estoy condenado a mirar, como un recuerdo de la culminación de mi estupidez. Pero ya de nada sirven las frases ocurrentes. Cada vez que el tren pasa por esa pared veo a los chicos de 12 años reírse señalando mi dibujo. Pero ellos son chicos, no voy a culparlos. Yo pasé esa etapa y hubiera esperado de mí algo más propio de mi edad, un poco más de... altura.
Pero ocurrió que cuando estaba ahí colgado, acariciando la pared, agitando suavemente el aerosol, mi mente se quedó totalmente en blanco, mi cerebro embotado ante tanta libertad. ¿Qué escribir? ¿Qué dibujar? No lo había planeado. Y puede parecer ridículo, el plan me había llevado semanas pero mi objetivo era llegar allí arriba, atravesar el jardín custodiado, lo demás lo había dejado a la improvisación. Pero, colgado con mi arnés, mirando la pared, nada venía a mi cabeza, nada parecía suficiente. ¿Qué quiere la gente? ¿Qué puede impresionarlos? ¿Qué quiero transmitir? Hoy tengo miles de respuestas ingeniosas a estas preguntas, pero allí no había plan que valga. Era yo, y mis impulsos. Y ahí, después de largos segundos de quietud, mi mente tan en blanco como la pared, consciente de que se me acababa el tiempo, que debía bajar, que debía correr, dibujé rápidamente lo primero que se me vino a la cabeza, sin análisis, sin barreras.
Bajé y corrí como un rayo, a salvo ya de los guardias, pero no de mi vergüenza. No sé por qué en ese momento, librado a mis instintos, surge esa extraña regresión, esa idiota necesidad de recurrir a lo burdo, de hacer un enorme dibujo fálico como si fuera un chico garabateando en un banco de colegio.
Cualquier cosa hubiera sido preferible a esa estupidez. Encima en la fábrica se empeñan en no borrar mi dibujo, como para torturarme con mi propia creación. Nadie sabe que fui yo, excepto yo mismo. Pero así como antes aplaudía mis triunfos, ahora me avergüenzo de mi fracaso. Y aunque cierro los ojos cada vez que el tren bordea la pared no puedo engañarme. Escucho la risa de los preadolescentes, escucho las ruedas sobre los rieles y sé que está allí; sé que me mira desde la pared mi parte infantil, recordándome que nunca voy a poder librarme de ella.
"me gusta cerrar los ojos y escuchar el ruido del metal contra el metal, el intento desesperado del tren de callar el silencio opresivo de la noche"
ResponderBorrarFantastico! Esa frase, la idea, la escritura...
Muy muy bueno... Hoy soy un poco mas feliz despues de esta lectura.
Un abrazo
¡Qué bueno Pollo!, me pone feliz haber generado ese sentimiento en vos. En serio.
ResponderBorrarUn saludo, y seguí comentando
Me invade la intriga por saber qué dibujaste!
ResponderBorrarMe gusta lo que escribís amigo.
Te mando un beso, y queda en evidencia mi blog (No entres jajaja)
María Clara (DEL RÍO, sí, para tu burla)
Jajaj gracias María Clara fluvial. Te delataste totalmente, así que no voy a poder menos que entrar a tu blog y chusmear.
BorrarUn beso y gracias por comentar!