Un repiqueteo en el techo del mundo

"Te podés morir"
La frase resuena, estúpida, en mi cabeza. Como si agregara algo. Como si fuera un argumento válido en contra. Mientras mis pies corren por esos adoquines hexagonales recalentados, mis pensamientos se remontan a la discusión de hace un momento. Por supuesto que me puedo morir. Todos nos vamos a morir.
"Es muy peligroso".
Me da bronca lo indefinida que es la frase. Me da bronca que no entiendan mi punto. Por supuesto que analicé los riesgos. Quien piense que no lo hice no me conoce. Sé exactamente cómo funciona, sé exactamente todos los escenarios que pueden llevarme a la muerte. Aún así decidí salir afuera, decidí correr hacia mi objetivo, con la lluvia pesada y caliente cayendo sobre mi cabeza.
La lluvia me envuelve y ya no me molesta. La lluvia solo molesta a quien no quiere mojarse. Pero, una vez mojado, uno entra en un estado sin ninguna incomodidad. Y así sigo corriendo, y mi bronca se va lavando. Pero aún me pregunto, ¿qué significa muy peligroso? andar en auto es peligroso, comer mariscos, hacer deporte es peligroso. Amar es peligroso. No me molesta que mi familia, las personas que me quieren me digan que esto es peligroso. Pero me molesta que no hagan la pregunta importante: ¿vale la pena?
Salteo ahora los vidrios rotos que hay en la última cuadra y reafirmo nunca jamás usar ojotas. Una tormenta pasada explotó la ventana de un edificio, y las subsiguientes tormentas aún no limpiaron los restos. Toda la gente corre en dirección contraria, tapándose con las sombrillas, intentando cubrirse de la inevitable lluvia. Eso es peligroso. Mientras ellos se preguntan qué hago corriendo en esa dirección yo me pregunto cómo no vieron venir la tormenta. En esta parte del Brasil la lluvia es tan agresiva como puntual. Se nubla a la tardecita y llueve a las 6. El que se moja es porque quiere. Y yo quiero.
Finalmente piso la arena y entro a este mundo maravilloso y único. Sí, vale la pena, claro que vale la pena. Veo la extensión de arena, suavizada por el agua que cae del cielo. Ya todas las huellas borradas. La playa que hace una hora refulgía bajo la luz del sol, repleta de gente, ahora se me presenta vacía, ensombrecida y cruda. Salvaje y calma, como esta misma lluvia. Empiezo a correr por la arena, dejando huellas que serán borradas al instante, como cualquier marca en el mundo. Pero ahora siento mis pies pisando ese suelo blando, siento la capa húmeda vencerse y llegar a esa arena blanca, seca y caliente. Me siento vivo.
Por supuesto que vale la pena. Los relámpagos iluminan el cielo y el sonido de los truenos es inmediato y ensordecedor. Hay tantos y tan cercanos que tengo la sensación de que la playa está aún más iluminada que de día. No es el peligro lo que me llama. No es la pulsión de muerte lo que secretamente me guía. Es el estado natural y poderoso y tan extrañamente distinto de la playa bajo la tormenta. El peligro es una consecuencia. Es un precio que debo pagar. Y yo lo pago.
"La probabilidad de que pase es bajísima. Aún en miles de universos tal vez no me ocurra".
"¿Y qué si pasa? ¿qué si hoy tenés la mala suerte de que pase?".

No puedo quedarme bloqueado pensando en las chances de morir de cada cosa que hago. No quiero ponerle valor a la felicidad o al bienestar porque caería en el triste y oscuro mundo de los economistas. Pero en mi cabeza necesito hacer ese balance. Creo que todas las personas en todas partes del mundo hacen ese balance. O al menos deberían hacerlo. Y que siempre el goce le gane al peligro de muerte.
Después hay gente que mide mal los riesgos, o lo que es peor, el goce. Pero ese es otro problema. No se me puede acusar de malos cálculos. Sin embargo, de algo se me acusa. Creo que el escándalo aparece en que mido y peso la posibilidad de morir. En realidad es algo con lo que nos cruzamos todos los días, pero decidimos no pensar en eso. Decidimos creer, estúpidamente, que no nos vamos a morir.
Los primeros pasos en el mar me hacen pensar, como siempre, que el agua está inusualmente caliente. Es solo contraste. Es una ilusión, como todo. Pero la lluvia lavaba el calor de mi cuerpo haciéndome sentir más frío. Ahora el agua se me ofrece, en el medio de la tormenta, calma y cálida, como un abrazo. La primera ola me embiste y me sumerjo en ella. De nuevo el contraste. Lo que afuera era furia y ruido por dentro es silencio y color azul. La rompiente es aquí un suave mecer, la implacable caída de agua es solo un repiqueteo en el techo del mundo. Más allá del techo, luces, destellos. Insignificantes.
Emerjo del agua, paso la rompiente, miro la naturaleza a la cara. Es algo que nunca pude explicar, pero el mar parece planchado durante la tormenta. Como si la lluvia aplastase toda rebelión del océano, solo las grandes olas se levantan. El cielo cruje y la arena se ilumina. El morro se recorta, verdísimo, contra el cielo plomizo.
El sentimiento que tengo no puedo conseguirlo de ninguna otra manera. Solo aquí, solo ahora puedo sentirme así. El precio que pago es girar la ruleta de la muerte, pero bien que lo habrá valido. Leí las bases y condiciones. Pensamos tanto en evitar la muerte que nos olvidamos de vivir. Nos olvidamos lo que se siente correr al mar tormentoso. Nos olvidamos lo que se siente barrenar una ola bajo la lluvia.
La ola me lleva, me empuja, me gira, me revuelca. Me falta el aire y me pierdo. Salgo a la superficie y respiro, lleno mis pulmones de aire y de triunfo. El mundo se cae a mi alrededor. En uno de los miles de universos miro al cielo, la lluvia mojando mi cara, el mar mojando mis pies. Mientras alzo los puños y el aire se ioniza a mi alrededor, mientra escucho el trueno cayendo en zigzag, buscando el camino más rápido al suelo, me siento vivo. Vivo como nunca antes me había sentido.


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