Los dioses y el fútbol
La patada del defensor fue dura y precisa. El delantero voló por los aires, rodó por el piso y gritó de dolor, casi como si estuviera intentando llamar la atención del referí. Se agarró sorpresivamente la cara en lugar de la pierna, esperando el dulce sonido que no tardaría en llegar: un pitido agudo que marcaba la infracción. El defensor se quejó ante la terrible injusticia, agarrándose la cabeza con incredulidad, el tiempo justo para convencer al hombre del silbato de no sacar su tarjeta amarilla.
Una vez pasado el circo, los jugadores se dispusieron a jugar el tiro libre. La mitad intentando meter la esfera en el arco, la otra mitad intentando evitarlo. Las caras transpiradas, los ceños fruncidos y los músculos tensos, todo daba una inmensa seriedad al aparente juego. ¿Por qué ponían tanto empeño en las corridas?¿a quién dedicaban tantos minutos de esfuerzo?
Arriba, en un plano superior, miles de personas observaban el partido, gritando con igual intensidad los de uno y otro equipo. Todos sabemos que los partidos de fútbol se juegan para el hincha. Es difícil imaginar un mundo donde alguien dedique su vida entera a un deporte que nadie va a mirar, que a nadie, salvo a uno, le puede llegar a interesar. Y los miles ahora cesaban sus gritos ante la inminencia del tiro libre. Pasaban a otro estado: se arrodillaban, juntaban sus manos, miraban hacia arriba, algunos pidiendo por favor, dedicando frases llenas de emoción a algo o alguien. Pero ¿a quién le pedían? ¿a quién dedicaban sus oraciones y promesas?
Mucho más arriba, en un plano superior, los dioses observaban el partido, divertidos, distantes. Todos sabemos que son los dioses quienes ganan los partidos, así como antaño eran los dioses quienes ganaban las guerras. Y este partido de mundial, esta guerra moderna, no era la excepción.
Las batallas entre dioses son siempre impresionantes. Los que pelean son los hombres, pero quienes inclinan la balanza son ellos. En las guerras antiguas se podía ver todo el tiempo, los dioses con mayor cantidad de fieles definiendo el destino de las luchas, venciendo al resto en enfrentamientos divinos.
Pero...quizás antes las cosas eran más simples. Antes estaba bien definido el lado de cada dios, los fieles estaban perfectamente separados. De un lado adoraban a uno, del otro adoraban a otro. La pelea era clara, los bandos estaban demarcados. Ahora...la globalización había arrasado las fronteras, y los simpatizantes de uno y otro país, los ciudadanos de uno y otro equipo rezaban de manera idéntica, alzaban las manos al cielo al mismo tiempo, pidiendo por los mismos dioses, tanto de un lado como de otro.
Y así, los dioses invocados en este partido específico se veían absolutamente incapacitados de accionar. Lo mismo suele pasar con los cambios atmosféricos: mientras que algunos piden a los cielos demorar el aguacero para secar las medias, en otro lado otros piden una tormenta que riegue la soja. Y no se trata de números, no señor. Para un dios, la opción más pedida no prima sobre la otra. Bien está explicado esto en la parábola de las 100 ovejas, donde cada oveja es tan importante como las otras. O en realidad no está bien explicado, porque en ese caso la oveja rebelde fue tratada de forma especial. Digamos, en términos que todos podamos entender, que Dios es infinito. Y, por más numerosos que sean los grupos, todos están igual de lejos del infinito. Por eso todos somos iguales a los ojos de los dioses. Igual de insignificantes.
Lo importante es que, en temas donde había peticiones opuestas -elecciones presidenciales, partidos de fútbol, la paz mundial y prácticamente cualquier cuestión del mundo- los dioses no tienen otra opción que dejar los resultados librados al azar. Por eso a veces creemos que no existen. Por cada vez que alguien pide una señal, otra persona pide que no las haya.
Pero... Mientras las deidades se amontonaban a ver el resultado azaroso del tiro libre sucedía algo en un plano inferior, el plano de los hinchas, intercesores entre los dioses y los jugadores. Allí, un hombre hincaba una rodilla en el suelo, cruzaba sus brazos sobre el pecho, y con los ojos en blanco se ponía a recitar unas palabras, o quizás era un canto, con una voz grave y pesada. Eran unas palabras que sonaban como madera vieja, que hacían acordar a arena seca. Parecía como si estuviera recitando las mismísimas palabras que habían dado origen al mundo.
Los dioses que todo lo veían pudieron verlo. Yhvh, dios de los judíos, murmuró preocupado:
—Oh, no.
Y mirando hacia abajo, vio al pequeño dios Om, adelantarse a las primeras filas. Todos sabemos que hay dioses más grandes que otros, así como hay infinitos más grandes que otros. Y aunque Om era un dios insignificante para los dioses mayores, era un dios al fin. Al-lāh, que contaba con 247 fieles en un equipo y 8 en el otro, le cedió el lugar resoplando. Kali, la madre oscura, lo dejó pasar fulminándolo con la mirada.
Así, todos los dioses vieron como Om, categoría aleph-0, miraba sonriente a su único fiel, esperando que completara el rito sin errores. Si todo se daba bien, si los pasos se daban correctamente, podría intervenir. No había problemas, no había incompatibilidad. Un solo fiel de un lado, ninguno del otro. El resto de los dioses lo sabían. Lo detestaban, rechinaban los dientes de bronca, pero lo aceptaban. No podían hacer nada. Frenarlo sería ser injusto con la mitad de sus fieles. Eran las reglas. Podía intervenir.
Y entonces, en el plano más bajo, en cámara lenta, el jugador se dispuso a patear la pelota, y con cada paso de su carrera resonaba el canto grave, el recitado monótono que completaba las palabras justas, sin errores. Y mientras la pelota salía impulsada, girando lentamente en dirección contraria, el hombre religioso, el legionario de Om se postró con la misma pesadez, y apoyando las manos, besó el suelo, completando así el rito antiguo y olvidado.
La pelota se elevó por encima de la barrera y por un instante pareció que había pateado mal. Pero realizando una comba imposible se metió por el segundo poste, arriba, al ángulo. En el último minuto. Un gol perfecto, divino.
El estadio entero vibró con un rugido ensordecedor, y entre los gritos se escuchaban tanto agradecimientos como insultos desmedidos a Dios y a los grandes dioses. Pero, una vez más, ellos no habían tenido nada que ver.
Una vez pasado el circo, los jugadores se dispusieron a jugar el tiro libre. La mitad intentando meter la esfera en el arco, la otra mitad intentando evitarlo. Las caras transpiradas, los ceños fruncidos y los músculos tensos, todo daba una inmensa seriedad al aparente juego. ¿Por qué ponían tanto empeño en las corridas?¿a quién dedicaban tantos minutos de esfuerzo?
Arriba, en un plano superior, miles de personas observaban el partido, gritando con igual intensidad los de uno y otro equipo. Todos sabemos que los partidos de fútbol se juegan para el hincha. Es difícil imaginar un mundo donde alguien dedique su vida entera a un deporte que nadie va a mirar, que a nadie, salvo a uno, le puede llegar a interesar. Y los miles ahora cesaban sus gritos ante la inminencia del tiro libre. Pasaban a otro estado: se arrodillaban, juntaban sus manos, miraban hacia arriba, algunos pidiendo por favor, dedicando frases llenas de emoción a algo o alguien. Pero ¿a quién le pedían? ¿a quién dedicaban sus oraciones y promesas?
Mucho más arriba, en un plano superior, los dioses observaban el partido, divertidos, distantes. Todos sabemos que son los dioses quienes ganan los partidos, así como antaño eran los dioses quienes ganaban las guerras. Y este partido de mundial, esta guerra moderna, no era la excepción.
Las batallas entre dioses son siempre impresionantes. Los que pelean son los hombres, pero quienes inclinan la balanza son ellos. En las guerras antiguas se podía ver todo el tiempo, los dioses con mayor cantidad de fieles definiendo el destino de las luchas, venciendo al resto en enfrentamientos divinos.
Pero...quizás antes las cosas eran más simples. Antes estaba bien definido el lado de cada dios, los fieles estaban perfectamente separados. De un lado adoraban a uno, del otro adoraban a otro. La pelea era clara, los bandos estaban demarcados. Ahora...la globalización había arrasado las fronteras, y los simpatizantes de uno y otro país, los ciudadanos de uno y otro equipo rezaban de manera idéntica, alzaban las manos al cielo al mismo tiempo, pidiendo por los mismos dioses, tanto de un lado como de otro.
Y así, los dioses invocados en este partido específico se veían absolutamente incapacitados de accionar. Lo mismo suele pasar con los cambios atmosféricos: mientras que algunos piden a los cielos demorar el aguacero para secar las medias, en otro lado otros piden una tormenta que riegue la soja. Y no se trata de números, no señor. Para un dios, la opción más pedida no prima sobre la otra. Bien está explicado esto en la parábola de las 100 ovejas, donde cada oveja es tan importante como las otras. O en realidad no está bien explicado, porque en ese caso la oveja rebelde fue tratada de forma especial. Digamos, en términos que todos podamos entender, que Dios es infinito. Y, por más numerosos que sean los grupos, todos están igual de lejos del infinito. Por eso todos somos iguales a los ojos de los dioses. Igual de insignificantes.
Lo importante es que, en temas donde había peticiones opuestas -elecciones presidenciales, partidos de fútbol, la paz mundial y prácticamente cualquier cuestión del mundo- los dioses no tienen otra opción que dejar los resultados librados al azar. Por eso a veces creemos que no existen. Por cada vez que alguien pide una señal, otra persona pide que no las haya.
Pero... Mientras las deidades se amontonaban a ver el resultado azaroso del tiro libre sucedía algo en un plano inferior, el plano de los hinchas, intercesores entre los dioses y los jugadores. Allí, un hombre hincaba una rodilla en el suelo, cruzaba sus brazos sobre el pecho, y con los ojos en blanco se ponía a recitar unas palabras, o quizás era un canto, con una voz grave y pesada. Eran unas palabras que sonaban como madera vieja, que hacían acordar a arena seca. Parecía como si estuviera recitando las mismísimas palabras que habían dado origen al mundo.
Los dioses que todo lo veían pudieron verlo. Yhvh, dios de los judíos, murmuró preocupado:
—Oh, no.
Y mirando hacia abajo, vio al pequeño dios Om, adelantarse a las primeras filas. Todos sabemos que hay dioses más grandes que otros, así como hay infinitos más grandes que otros. Y aunque Om era un dios insignificante para los dioses mayores, era un dios al fin. Al-lāh, que contaba con 247 fieles en un equipo y 8 en el otro, le cedió el lugar resoplando. Kali, la madre oscura, lo dejó pasar fulminándolo con la mirada.
Así, todos los dioses vieron como Om, categoría aleph-0, miraba sonriente a su único fiel, esperando que completara el rito sin errores. Si todo se daba bien, si los pasos se daban correctamente, podría intervenir. No había problemas, no había incompatibilidad. Un solo fiel de un lado, ninguno del otro. El resto de los dioses lo sabían. Lo detestaban, rechinaban los dientes de bronca, pero lo aceptaban. No podían hacer nada. Frenarlo sería ser injusto con la mitad de sus fieles. Eran las reglas. Podía intervenir.
Y entonces, en el plano más bajo, en cámara lenta, el jugador se dispuso a patear la pelota, y con cada paso de su carrera resonaba el canto grave, el recitado monótono que completaba las palabras justas, sin errores. Y mientras la pelota salía impulsada, girando lentamente en dirección contraria, el hombre religioso, el legionario de Om se postró con la misma pesadez, y apoyando las manos, besó el suelo, completando así el rito antiguo y olvidado.
La pelota se elevó por encima de la barrera y por un instante pareció que había pateado mal. Pero realizando una comba imposible se metió por el segundo poste, arriba, al ángulo. En el último minuto. Un gol perfecto, divino.
El estadio entero vibró con un rugido ensordecedor, y entre los gritos se escuchaban tanto agradecimientos como insultos desmedidos a Dios y a los grandes dioses. Pero, una vez más, ellos no habían tenido nada que ver.
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