Un hombre hablándole a la nada
13:58
Ya casi. Giro los marcadores en mi mano: rojo, azul, negro. El borrador descansa en la mesa, expectante. Los bancos miran todos hacia el pizarrón y hacia la puerta, ansiosos.
Me recuerdo tranquilo que ser puntual es llegar a horario. No antes, no después. Es correcto que aún nadie haya llegado.
13:59
Dejo el celular-reloj en la mesa, y vuelvo a mirar los apuntes, sin verlos. La clase está toda en mi cabeza, en mis recuerdos, en mis dedos. La he dado tantas veces que ya he dejado de entender que alguien pueda no entenderla.
13:59
Decido no mirar más la hora. Me asomo a la puerta, e incluso recorro a medias el pasillo de la facultad, sin ver rastro de los estudiantes. Mis estudiantes. Tengo un poco de bronca por su impuntualidad; semana a semana parecen alargar un poco más la hora de almuerzo para robarle minutos a mi clase. Es una lucha delicada entre profesor y estudiantes, una lucha de poder que arranca el mismísimo primer día de clases. Después de tantos años ya lo he aprendido y ya he desarrollado la estrategia perfecta.
La cuestión es la siguiente: el primer día de clase (o los primeros días, si uno quiere) los alumnos estiman a qué hora comenzará la clase usualmente. Si esos primeros días uno llega 15, 20 minutos tarde, los alumnos no entrarán al aula antes de las 14:20, y a uno se le imposibilita remendar el problema y empezar la clase temprano, obligando a los alumnos "puntuales" a llegar a cursar más tarde, cuando ven que no tiene sentido ir temprano al aula. Es un proceso que se retroalimenta, y uno puede llegar a fin de año con clases que se atrasan hasta media hora.
Pero a mí ya no me pasa eso. No, señor. Las primera clases las empecé con estricta puntualidad, y las siguientes lo mismo, aún cuando a las 14 faltaran muchos por llegar. Esa es mi estrategia. Aún con poco porcentaje de asistencia la clase empieza. El que llega tarde verá lo que se encuentra y corregirá su puntualidad para la próxima. Si llego a atrasar el comienzo de la clase estoy entrando a la espiral descendente. Es una cuestión de poder, de no dejarse torcer el brazo. En cuanto pierden el respeto por el profesor, la autoridad, no hay vuelta atrás. Hay que dejar claro que la clase es, en última instancia, mía. Yo soy el profesor, ellos los alumnos. Yo el educador, ellos los educados. Yo doy, ellos reciben.
14: 04
La clase debe empezar. Es increíble que ni uno haya llegado, pero, debido al poco número de alumnos, no es imposible. Pienso, divertido, que se podría calcular la probabilidad para una persona usando una normal centrada en las 14; y luego para todos los alumnos como una binomial con n = cantidad de alumnos. Justamente es el tema de hoy, así que podría usar el ejemplo para introducir la clase...
No, mejor dar el ejemplo clásico del apunte, que siempre funcionó.
Destapo el marcador y titubeo un instante. Dar clases para tres personas, incluso una persona no me genera mayores complicaciones. Al menos un alumno, el resto que se joda.
Pero...¿ninguno?
Escribo el título y de a poco se va soltando el brazo, mientras enuncio definiciones y teoremas. En un momento me doy vuelta y lanzo mi habitual latiguillo "¿se entiende?". La no respuesta a mi pregunta no es lo extraño, que al fin y al cabo nunca nadie contesta. Pero en un aula vacía, la pregunta parece rebotar en todos los bancos y paredes y volver a mí, demasiado fuerte, demasiado retórica, demasiado estúpida.
Me freno un instante y voy hacia el fondo del aula para contemplar el pizarrón. Con un brazo cruzado y el otro sosteniendo el mentón miro mis palabras. ¿Se entiende? Nunca había visto mi clase desde ese ángulo. ¿Está siendo buena la clase? No tengo idea. No tengo forma de saber si es excelente, o si es pésima. No es ninguna de las dos. No puede serlo. Es un pizarrón escrito, no es una clase.
14:18
Miro la hora y en ese preciso instante los veo acercarse por el pasillo. Terminan una manzana, tiran una botella al tacho, caminan presurosos mostrándome que saben de su tardanza. No les tengo bronca ya. Incluso me alegro de verlos. Me alegro como se alegra un padre al ver a su hijo, un hijo al ver a su padre, una pareja al ver a su pareja, un escritor al ver a sus lectores.
Es que allí, solo allí, borrando el pizarrón a toda velocidad para que no vean mi estupidez, me doy cuenta que sin mis estudiantes no soy profesor. Soy un tipo escribiendo en un pizarrón. Soy un hombre hablándole a la nada.
Ya casi. Giro los marcadores en mi mano: rojo, azul, negro. El borrador descansa en la mesa, expectante. Los bancos miran todos hacia el pizarrón y hacia la puerta, ansiosos.
Me recuerdo tranquilo que ser puntual es llegar a horario. No antes, no después. Es correcto que aún nadie haya llegado.
13:59
Dejo el celular-reloj en la mesa, y vuelvo a mirar los apuntes, sin verlos. La clase está toda en mi cabeza, en mis recuerdos, en mis dedos. La he dado tantas veces que ya he dejado de entender que alguien pueda no entenderla.
13:59
Decido no mirar más la hora. Me asomo a la puerta, e incluso recorro a medias el pasillo de la facultad, sin ver rastro de los estudiantes. Mis estudiantes. Tengo un poco de bronca por su impuntualidad; semana a semana parecen alargar un poco más la hora de almuerzo para robarle minutos a mi clase. Es una lucha delicada entre profesor y estudiantes, una lucha de poder que arranca el mismísimo primer día de clases. Después de tantos años ya lo he aprendido y ya he desarrollado la estrategia perfecta.
La cuestión es la siguiente: el primer día de clase (o los primeros días, si uno quiere) los alumnos estiman a qué hora comenzará la clase usualmente. Si esos primeros días uno llega 15, 20 minutos tarde, los alumnos no entrarán al aula antes de las 14:20, y a uno se le imposibilita remendar el problema y empezar la clase temprano, obligando a los alumnos "puntuales" a llegar a cursar más tarde, cuando ven que no tiene sentido ir temprano al aula. Es un proceso que se retroalimenta, y uno puede llegar a fin de año con clases que se atrasan hasta media hora.
Pero a mí ya no me pasa eso. No, señor. Las primera clases las empecé con estricta puntualidad, y las siguientes lo mismo, aún cuando a las 14 faltaran muchos por llegar. Esa es mi estrategia. Aún con poco porcentaje de asistencia la clase empieza. El que llega tarde verá lo que se encuentra y corregirá su puntualidad para la próxima. Si llego a atrasar el comienzo de la clase estoy entrando a la espiral descendente. Es una cuestión de poder, de no dejarse torcer el brazo. En cuanto pierden el respeto por el profesor, la autoridad, no hay vuelta atrás. Hay que dejar claro que la clase es, en última instancia, mía. Yo soy el profesor, ellos los alumnos. Yo el educador, ellos los educados. Yo doy, ellos reciben.
14: 04
La clase debe empezar. Es increíble que ni uno haya llegado, pero, debido al poco número de alumnos, no es imposible. Pienso, divertido, que se podría calcular la probabilidad para una persona usando una normal centrada en las 14; y luego para todos los alumnos como una binomial con n = cantidad de alumnos. Justamente es el tema de hoy, así que podría usar el ejemplo para introducir la clase...
No, mejor dar el ejemplo clásico del apunte, que siempre funcionó.
Destapo el marcador y titubeo un instante. Dar clases para tres personas, incluso una persona no me genera mayores complicaciones. Al menos un alumno, el resto que se joda.
Pero...¿ninguno?
Escribo el título y de a poco se va soltando el brazo, mientras enuncio definiciones y teoremas. En un momento me doy vuelta y lanzo mi habitual latiguillo "¿se entiende?". La no respuesta a mi pregunta no es lo extraño, que al fin y al cabo nunca nadie contesta. Pero en un aula vacía, la pregunta parece rebotar en todos los bancos y paredes y volver a mí, demasiado fuerte, demasiado retórica, demasiado estúpida.
Me freno un instante y voy hacia el fondo del aula para contemplar el pizarrón. Con un brazo cruzado y el otro sosteniendo el mentón miro mis palabras. ¿Se entiende? Nunca había visto mi clase desde ese ángulo. ¿Está siendo buena la clase? No tengo idea. No tengo forma de saber si es excelente, o si es pésima. No es ninguna de las dos. No puede serlo. Es un pizarrón escrito, no es una clase.
14:18
Miro la hora y en ese preciso instante los veo acercarse por el pasillo. Terminan una manzana, tiran una botella al tacho, caminan presurosos mostrándome que saben de su tardanza. No les tengo bronca ya. Incluso me alegro de verlos. Me alegro como se alegra un padre al ver a su hijo, un hijo al ver a su padre, una pareja al ver a su pareja, un escritor al ver a sus lectores.
Es que allí, solo allí, borrando el pizarrón a toda velocidad para que no vean mi estupidez, me doy cuenta que sin mis estudiantes no soy profesor. Soy un tipo escribiendo en un pizarrón. Soy un hombre hablándole a la nada.
Buenisimo! Basado en hechos reales?
ResponderBorrarEn un 98%
BorrarExcelenteee . “Nunca había visto mi clase desde este ángulo “ me disparo muchos pensamientos
ResponderBorrarQué bueno😊😊
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