Gerontofobia
Hubo un momento en que supe que estaba perdido. Fue entre
medio de alguna de las canciones, después del coral de Bach, creo, mientras
limpiaba de mi trombón los restos de “agua condensada”. Se escuchaban los
últimos frágiles aplausos, mientras se levantaba en el aire el polvo de esas
manos otrora trabajadoras y rugosas, sino suaves y delicadas. Esas que hoy eran
para todos las mismas: sacos guardando piezas en desuso. Mientras respiraba a
mi pesar ese aire de células muertas, revisé nerviosamente las salidas. Los
geriátricos no suelen abusar de salidas, en el sentido amplio de la expresión; el salón
principal contaba con una lo suficientemente grande para que pasara un cajón,
con rampa para sillas de ruedas y también había otra salida más pequeña que
salía a un patio interno. Nada más. Ambas estaban, según descubrí, bloqueadas.
Venía calculando mis posibles salidas con mucho cuidado pero al final la
cantidad de ancianos reunidos en torno a la orquesta había obligado a una
abuela en silla de ruedas a quedarse justo en la puerta principal, tapando mi
última posibilidad de escape.
Ahí supe que estaba perdido.
Ahí supe que estaba perdido.
Las manos me empezaron a temblar y a sudar y entonces odié a
Braulio, mi psicólogo, por haberme obligado a ir. Él dice que tengo fobia a la
vejez pero pensó que hacer música, que es algo que me gusta, mientras estaba
rodeado de viejos, que me asustan, haría que asociara la vejez con sentimientos
positivos. Lo que estaba pasando era más bien una ensalada de frutas en mi
cabeza, donde predominaba el miedo, cual naranja. Y hablando de naranjas
mecánicas, temí que, por el contrario, mi miedo a los viejos se transmitiera a
una fobia hacia la música que tanto amaba.
Al otro que estaba odiando era a mi director, por la soberbia idea
de enviarnos cual equipo de despedida a las fronteras mismas de la muerte. En
estos momentos presentaba algún tema de los Beatles y no sé si los gerontes
estaban esperando que tocáramos algún tango, o si dicha banda les resultaba demasiado
moderna, pero parecieron no inmutarse. Tal vez estaban esperando que tocáramos
la marcha fúnebre.
Como la obra no tenía arreglo para trombón tuve que esperar sentado, instrumento en mano, mirando alrededor, mientras el miedo ganaba la batalla en mi
cerebro. Estar en la primera fila de la orquesta no ayudaba. Ni siquiera era orquestalmente
lógico. Un anciano me miraba con grises ojos lejanos, como quien mira al
pasado. Media sonrisa colgaba de sus labios y acercó su temblorosa mano hasta
el trombón, quizás sorprendido por su brillo. Mis músculos se tensaron e
intenté alejarme, pero el viejo ya lo había alcanzado y ahora iba a por mi
brazo. Pegando un salto me alejé de su alcance y me puse de pie, sintiendo la
adrenalina corriendo por mi cuerpo, haciéndome temblar de pies a cabeza.
Con el trombón estrujado en una mano miré desesperado al director, mientras el
coro desafinaba unas últimas notas de la canción Beatle. Éste me devolvió la
mirada extrañado, mientras yo le explicaba por señas que iba al baño, o a
suicidarme; no se puede ser muy explícito que digamos cuando se usa el mentón y
una mano.De nuevo comenzó ese sonido de huesos chocando contra huesos y, aunque yo intentaba no mirar a los ancianos aplaudiendo en mi camino hacia la bloqueada salida, no podía evitar verlos; sonrisas como un rictus, manos que intentaban apresarme, dedos manchados por la muerte que me señalaban, andadores y sillas de ruedas que se interponían en mi paso en un intento de derribarme. Y quién sabía qué me harían si caía.
Con la faringe casi tan bloqueada como la entrada al salón llegué corriendo y quedé enfrente a la abuela en silla de ruedas que organizaba el bloqueo y me miraba desafiante, y al grito del coro de “Allyouneedislove” desbloqueé las ruedas con la vara del trombón y de una patada mandé a la silla camino abajo de la rampa, la cual bajó rebotando en cada junta de las baldosas.
Ahora sí empecé a correr a toda velocidad, mientras escuchaba a los viejos salir del salón en mi búsqueda. Yo sabía al fin lo que querían; querían arrugar mi piel, borrarme el disco rígido, ablandar mis piernas y mi carácter revolucionario. Querían convertirme en uno de ellos, un hombre más en la lista de espera para tomar el crucero por el bajomundo, querían sacarme poco a poco la visión, poniéndome monedas de oro sobre los ojos.
Por eso buscaba desesperado la salida. Me latía el corazón a toda prisa y me sentía al borde de un colapso. Algunos viejos me sorprendían en las esquinas, pero con gran agilidad los fui reduciendo, al primero con un certero golpe de trombón, al segundo explotando el suero sobre su cabeza y a otros dos más doblando las patas de sus andadores.
Al fin crucé el último portal y salí a la calle, mientras sentía en el cuello el aliento de mis perseguidores, aliento que chamuscaba el pelo de mi cabeza. Corrí y corrí durante varias cuadras, sin volver la vista atrás, el miedo en mis ojos. Y aunque había escapado esta vez, supe que algún día me atraparían. Serían pacientes. Podrían tardar 60, 70 años, pero al final, me atraparían.
Siempre te alcanza la vejez.
ResponderBorrarSiempre.
Bueno, no. Algunos se mueren jóvenes.
La verdad, que cagada que esas sean las dos únicas opciones.