Ciencia y ciclismo

El doctor Schmerz anotó en su diario, riguroso, preciso, como cualquier científico:

19 de Marzo, 16.20 horas:

Ya he preparado 0,5 cm3 de una solución acuosa al 1/2 por mil de solución del compuesto R12. 
Disuelto en  unos 10 cm3 de agua insípida.
Me dispongo ahora a realizar el experimento en mi persona, ingiriendo la solución.
 ¿Será hoy el día?

¿Sería ese el día? Se permitió una licencia poética al final del informe. Después de tantos experimentos, ¿podía acaso haberlo encontrado?
Después de haber descartado decenas de alcaloides por sus efectos neutros, creía haber dado en el clavo. Tres días atrás, manipulando el R12, había notado una cierta insensibilidad en la yema de los dedos, que se habían contaminado con el compuesto. Por eso la decisión de hoy de consumir una fuerte dosis, esperando generar el efecto deseado después de tantos años de investigación.

Uno, dos, tres, fondo. El líquido no tenía ningún sabor, y eso, estúpidamente, un poco lo decepcionó. Por supuesto que no tendría sabor. Pero...de pronto empezó a sentirlo, en la punta de la lengua, bajando por los brazos hasta los dedos, divergiendo hacia el piso, hacia sus rodillas viejas, hasta los dedos de los pies.

19 de Marzo, 17.00 horas:

Me invade una sensación de euforia, creo que lo he logrado.
No tengo sensibilidad en los dedos, y al parecer en ninguna otra parte del cuerpo.
Mi dolor en todos los huesos y articulaciones ha desaparecido por completo
Procedo a realizar los experimentos.

Estaba tentado de salir corriendo a festejar su descubrimiento, estaba seguro que lo había logrado. Pero su parte profesional lo tironeó a hacer lo debido. Constatar que el R12 era lo que el sospechaba.

Comenzó con el experimento más simple. Con la mano derecha se pellizcó el brazo izquierdo, primero tímidamente, luego con más fuerza. Nada. No solo no estaba en un sueño, sino que no sentía el dolor. Siguió con un experimento más contundente: tomó un bisturí de arriba de la mesa, y sin pensar demasiado realizó un corte limpio en su pierna derecha. Quizás el efecto fuera solo en el brazo. La sangre brotó roja pero el dolor nunca llegó. Era increíble.
Realizó una última prueba para despejar toda duda. Una prueba que confirmaría lo impensado: había encontrado la cura del dolor, la búsqueda de toda su vida había concluido. Sacándose el zapato derecho, se acercó a la mesita ratona del centro del laboratorio y apuntando bien pateó con el dedo chiquito una de las patas.
Al principio creyó que el dolor, el terrible dolor le subía como un fuego por la garganta. Pero era solo un recuerdo. No había dolor alguno. Era oficial.

—¡No siento dolor! ¡No siento nada!

El doctor Schmerz gritó mientras corría por todo el laboratorio. Salió corriendo y se olvidó por completo de escribir las conclusiones. Estaba tan emocionado que tropezó con algo aparatosamente y rodó algunos tramos de la escalera. Pero nada podía detenerlo. Quería ir a su casa, contarle a su esposa, contarle a todo el mundo. Tomó su bicicleta y empezó a pedalear a toda velocidad, fuera de sí. Por fin lo había logrado. Había vencido al dolor. Había logrado anularlo por completo. Pensó en las infinitas aplicaciones de su descubrimiento. Aplicaciones a la medicina, al deporte, a todos los ámbitos de la vida. Pensó en cómo le salvaría la vida a las personas que convivían con el dolor, que el dolor les impedía vivir. Mientras pedaleaba doblando en la esquina de su casa imaginó su nombre en placas, en libros, como una eterna marca en la ciencia.

Bajó de su bicicleta y, aunque intentaba correr hacia la puerta, había algo que se lo impedía. Sus piernas no respondían normalmente, y sentía como si no avanzara. Faltando unos metros para llegar al picaporte cayó al piso, sin razón aparente. ¿Qué estaba pasando? ¿qué eran estos inauditos efectos secundarios?
Se paró nuevamente, pero estaba inestable, incómodo. Y al bajar la vista hacia su pierna izquierda lo vio. El pantalón absolutamente empapado en sangre, la pierna girada de una forma extrañísima y la tibia que se había quebrado tan abruptamente que había desgarrado la tela.
Había sido más grave de lo que pensaba su tropiezo, y luego había forzado la pierna rota todo el trayecto hasta la casa. De repente le bajó toda la euforia, toda la ilusión. La visión de la sangre, del hueso y de su necedad hicieron que le bajara la presión, y murmurara antes de desplomarse:

—Oh, rayos.

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