Un cadáver en la cocina

De repente estaba despierto, todos mis sentidos en alerta. La velocidad con que pasaba de dormido a completamente despabilado aún me asombraba. Cuando uno es padre aprende a incluso dormir con miedo, y yo hacía 16 años que no dormía profundamente.
Trataba de decidir, aguzando el oído, ¿Había escuchado un grito o...?
Y entonces se escuchó de nuevo, ahora alto y claro.

—¡Papá! ¡Hay un cadáver en la cocina!

Ella, profundamente dormida, se removió un poco en la cama. Al parecer había filtrado el grito después de la primera palabra. Tampoco se inmutó cuando salté de la cama y corrí escaleras abajo, el miedo irracional apretándome la mandíbula.
Imaginando los peores horrores corrí y giré para entrar a la cocina-comedor. Con el miedo la mente vuela e imagina los peores escenarios posibles, preparándolo a uno para lo peor. Pero nunca habría imaginado encontrar lo que encontré: mi hijo sentado a la mesa, los codos apoyados, las manos entrelazadas, y enfrente suyo, la bandeja con los restos del asado del mediodía. El matambre se combaba orgulloso sobre algunos chorizos y morcillas, la bondiola sudaba espléndida, el vacío refulgía, lleno de luz.

—¿Qué...? —alcancé a decir, desconcertado y sin aliento.
—De hecho no uno, sino varios cadáveres —siguió mi hijo, señalándome la bandeja.

Mi miedo se transformó en alivio y luego en irritación. Pero mi cuerpo seguía bombeando adrenalina como si tuviera que pelear contra un oso.
Me senté, tratando de recomponerme, de volver a acompasar mi respiración.

—¿De qué estás hablando Ezequiel?
—¿Acaso no es un cadáver? —respondió, arrancando su tesis —. ¿No es el cuerpo muerto de un animal, un animal que estuvo vivo?
—Es una vaca, hijo, dejate de joder. Y es casi la una, mañana tenés que ir al colegio...
—¿Y porque sea una vaca, tenemos derecho a matarla?¿dónde está el límite de los animales matables y los no matables?¿lo matarías a Toby, por ejemplo?

El pelotudo de Toby apareció de golpe en la ventana, las patas en el vidrio, los ojos desesperados, buscando quién lo había llamado.
Yo de a poco iba recuperándome; sabía adónde iba la charla, que a esta altura ya era inevitable, y decidí tomármela con calma.

—No me lo digas dos veces...—dije, cruzándome de brazos y mirando al perro que aullaba desilusionado.
—Por supuesto que no lo matarías —replicó —. Pero solo porque decidimos que es un animal "no matable", quizás solo porque nos "sirve" como sociedad.

Ya estaba empezando a hacer lo de los deditos que tanto me exasperaba.

—Yo me comería un perro —lo desafié —. Hay sociedades que lo hacen incluso.
—¿Ah sí? También hay sociedades que comen personas. ¿Te comerías un ser humano? ¿Te comerías a un amigo tuyo? ¿Te comerías a mamá, por ejemplo?

Miré la carne rosada y decidí que había cosas que era mejor que no se enterara.

—Pará, pará. —Descrucé los brazos y me incliné hacia adelante —. Te estás yendo al carajo. Una cosa es comer un animal, y otra cosa una persona, no jodamos.
—¿Y cuál es la diferencia? ¿qué te diferencia a vos de un animal?
—Yo soy un hombre —respondí abriendo las manos, señalando lo obvio —. El perro es perro y nada más.
—¿Y qué es el Hombre? —dijo entre indignado y emocionado, sabiendo que me había atrapado —. ¿Qué hace que el hombre no sea animal?

Por enésima vez en el año maldije el curso de filosofía que habíamos pagado para el niño. No pasaba un domingo en el que no viniera a ejercitar sus nuevos aprendizajes con sus obtusos y fachos padres. Suspiré, sabiendo que no me tocaba responder.

—¿Es el habla? —siguió arremetiendo — Los loros hablan. Incluso hay gente que no habla. Mudos. Y son personas.
—Los mudos se comunican de otra manera.
—Todos los animales se comunican. Toby se comunica.

Al escuchar su nombre, el pelotudo de Toby lanzó un aullido, confirmando la idea.

—¡No es lo mismo! —me enfurecí —. ¡Se comunican, pero no razonan! ¡El hombre tiene la capacidad de razonar! — y agregué, abriendo el paraguas por si acaso —. y la mujer. El hombre como genérico me refiero. La humanidad.
— ¿Y qué es razonar? ¿vos dirías que un recién nacido razona? O no sé, Teresita... — tan joven y ya había aprendido a usar golpes bajos en una discusión —.¿Dirías que Teresita...razona? —bajó un poco la voz, sabiendo que entraba en terreno pantanoso —. Y sin embargo no dudarías que ella es un ser humano, ¿no?

Había poco que responder.

—Además, ¿Quién decide qué es razonar y qué no lo es? Históricamente se ha usado como argumento para mantener una posición de poder: nosotros razonamos y el resto no. Por eso los matamos. Por eso nos los "comemos". Es más, no es casualidad que a los negros en su momento se les dijera monos, a los judíos en Alemania se los identificara con las ratas. Es más fácil matar a una rata que a un ser humano como uno.
—Te vas por las ramas. Yo como carne por necesidad.
—Es que es todo lo mismo. En la Alemania Nazi también se apelaba a la "necesidad". Y vos sabés perfectamente que podés vivir sin comer carne.

Tenía razón, por supuesto.

—No estoy de acuerdo.
—Y es más, a partir de ahora no voy a comer más carne —dijo, afirmando lo ya evidente.
—Me parece bien hijo. En esta casa no juzgamos tus decisiones; como no te criticamos cuando hiciste tu curso de dibujitos animados.
—Es cine de animación papá, te lo dije mil veces. —y agregó, con la estocada final —. Y mi intención es que ustedes tampoco coman carne.

Levanté las cejas, incrédulo, la carne brillando enfrente mío.

—¿Cómo? Eso es una decisión nuestra, Ezequiel...
—No papá, yo acepto sus decisiones, pero no voy a aceptar que sean cómplices de esta matanza nefasta. Así como no aceptaría que vendan esclavos. Va más allá de un gusto. Se están pasando los límites de respeto por el otro,  de empatía. Hay que cambiar a la sociedad. Hay que cambiar de paradigma.


La charla siguió mucho tiempo, horas tal vez, y se fue convirtiendo cada vez más en monólogo. Los argumentos de mi hijo eran redondos y precisos, las ideas estaban finamente trabajadas.
Quizás fue una hora y un día en el que estaba más susceptible, quizás fue que me martillara la cabeza como un pájaro carpintero, pero de a poco se fue formando en mi mente esta idea de cambio radical en mi vida, esta idea que me asustaba, pero que a cada palabra de mi hijo reconfirmaba.
Mientras mi hijo hablaba miré con tristeza el cuchillo para carnear en la mesada, recién afilado. Y tomé por fin la decisión que cambiaría mi vida para siempre.

Ya terminada la charla, terminado todo, tiré la carne a la basura, que ahora me repugnaba con la sangre que le chorreaba. Subí las escaleras, apesadumbrado por el futuro que me esperaba. Pensé en cuánto iba a extrañar los asados con mi hijo, cocinar un cordero juntos, incluso ir al cine juntos.
Me acosté mientras ella se movía en sueños y la besé en la frente.
Y una vez más pensé en el susto que se iba a pegar por la mañana cuando, ahora sí, encontrara un cadáver en la cocina.


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