Milongón azul

¡Eh, qué hacés! —me saludó el gordo mientras abría la puerta de su departamento y me daba un abrazo de viejos amigos que se reencuentran—. El tiempo no te perdonó, ¿eh? —me dijo, quizás fijándose en mi incipiente calvicie.
Yo lo miré y vi que estaba mucho más gordo de lo que recordaba, como si se hubiera tomado en serio el apodo jodón de la infancia. Supongo que adivinó mis pensamientos porque soltó un 
—Bue, a mí tampoco —mientras se reía y se palmeaba la panza.
—Qué bueno verte, gordo, hacía mil años.
—Pff, escuchame una cosa, desde el colegio prácticamente.

El exilio había sido largo y los dos nos habíamos alejado de ese pasado de niñez y adolescencia, dejando allí intocables los recuerdos, refugiados en el calor hogareño de lo ya vivido. La visita ahora a lo del gordo, inexcusable dado que yo pasaba por su país de residencia, traía de nuevo esos recuerdos.

Yo estaba indeciso aún de si esto me alegraba o no.

—...y Tito parece que siguió con lo del viejo, lo de alimentos, y le va bastante bien...sentate, sentate, por ahí...María se dedicó a la música...—seguía contándome los devenires de mis amigos y yo intentaba imaginarlos a cada uno, incapaz de poder extrapolar esas caras de último año de colegio, alegres, perdidos, enamorados de la vida. Quería decirle que parara, que el pasado me dolía, pero a la vez quería escucharlo, volver fugazmente a ese pasado y despertar a todos los fantasmas que lo habitaban—...Pablo, ¿te acordás de Pablo? me lo crucé hace como un mes y estaba hecho mierda. Pero mal, peor que vos incluso. —Soltó una de esas risotadas que solo tienen los gordos y mientras se levantaba del sillón y caminaba a la cocina agregó enigmáticamente—: Igual al final a todos nos va a alcanzar un silencio azul.
Quizás había sido una metáfora, un arrebato de poesía, pero la frase sonó tan extraña en los labios del gordo que me sacó de un tirón de mi ensimismamiento de nostalgia uruguaya. Me giré extrañado a preguntarle a qué se refería pero el golpe del horno y del olor a carne asada apagó mi extrañeza y me hizo olvidarme del asunto. El gordo aparecía sonriente, asadera en mano, con la comida más elaborada y sabrosa que había comido en veinte años.
—A comerrrrr —Anunció, triunfal.


*          *          *


Claro que una comida puede remontarte al pasado. Son determinados olores, ingredientes que mis papilas inexpertas no podían identificar, texturas incluso que me llevaban de un tirón a los inviernos de mi tierra natal.
Yo sabía que había libros, músicas que realizaban ese truco -y así los evitaba-, pero no sabía que la comida hiciera eso. Nunca lo había creído, hasta ahora. Incluso podría argüir cobardemente que el efecto había sido causado por la charla, que giraba en torno a nuestra infancia. Pero había sido la mano experta de mi amigo.
El gordo tenía esa suerte fantástica, que nunca se sabe si es causa, consecuencia o simple azar, de hacer bien lo que más disfrutaba: un buen comer acompañado de un buen cocinar. Yo que disfruto de la buena música nunca estoy muy convencido de lo que creo.

—...qué hijo de puta...—el gordo seguía recordando historias sobre los platos ya vacíos, exagerándolas, relatándolas tan bien que me hacía doblar de la risa—...casi nos caga el viaje de egresados con esa joda.
De pronto sonrió y me miró contento
—¡Pará! ¿Vos viste la foto? ¿Tenés la foto?
—¿Qué foto? —pregunté, ingenuo, y recibí la respuesta que me merecía.
—No, no —siguió el gordo, que se reía como un chico— la de egresados, boludo, la de Bariloche. Seguro no la compraste por tus principios morales y por hacerte el anti-sistema.

Eso exactamente había pasado.

—Vení que te la muestro.
—¿Todavía la tenés?
—Más bien.

Se levantó y me llevó al pasillo que llevaba al baño, y me señaló la foto grande, ridículamente ancha, con un montón de pibes sonriendo al pie del cerro Catedral. La foto en blanco y negro aún daba esa impresión de grandeza, y uno no sabía si mirar los picos inmaculados y eternos o las caras felices y fugaces. Por supuesto yo, como estaba, me fijaba en los últimos.
El gordo marcaba con el dedo las caras una por una nombrando a los fantasmas: Cacho, Pablo, María, Guti, el oso, Ceci...
Cecilia.
Y los dos nos detuvimos en esa imagen, en la sonrisa blanca, la pose como cayéndose, los ojos de un azul profundo...¿azul?
—¿Te das cuenta qué increíble?  —podía ver el azul de los ojos, aún en la escala de grises de la foto. No sé si era el contraste o mi memoria rellenando detalles pero ese azul, el azul de esos ojos era innegable.
—Sí, sí, siempre me sorprendió. —dijo mi amigo, y pensé que no había razón para que hubiera seguido mi línea de pensamiento—. Qué linda piba. Me acuerdo que me encantaba.
Lo miré sorprendido
—¿Qué me mirás así? No me vas a decir que te molesta.
Un poco me molestaba, sí, aunque era estúpido admitirlo.
—No, no sé...¿por qué nunca me dijiste?
—Qué sé yo...¿con qué sentido? —el gordo, extraño en él, parecía avergonzado—. Pasaron mil años igual.
—Es verdad —me di cuenta que no me molestaba tanto como creía—. Cómo pasa el tiempo che, qué viejos nos pusimos...

Y entonces ocurrió de nuevo. de ese cuerpo enorme, de esa persona jodona y despreocupada salió la frase
—...y al final igual nos va a alcanzar un silencio azul.


Giré y lo enfrenté, extrañado, esperando que continuara la frase, que le diera un giro, que la explicara. No lo hizo

—¿A qué te referís?
—Qué cosa.
—Esa frase, eso del silencio azul, ¿qué significa?
El gordo se encogió de hombros y un poco sonrió, saliendo del trance.
—No sé, salió.
—No, no, pero antes también lo dijiste, me dijiste lo mismo...
—¿Yo? no, ¿cuándo?

—Cuando llegué, allá en el comedor.

Pero el gordo ya se había alejado, ya había cambiado de tema, y el halo de misterio ya se había desvanecido.


*          *          *


"Andá vos mejor, yo me quedo acá" le había dicho a mi amigo, que bajaba a comprar algún chocolate, algo que aplacara las ganas de comer algo dulce, algo calórico y pesado. Yo seguía un poco mareado, más de lo que quería admitir, y preferí quedarme un rato sentado para ver si se me pasaba.
Le había dicho que no al principio, por costumbre o por miedo, y el simple "un poco no te va a hacer mal" del gordo me había convencido. Hacía tiempo que no me hacían cambiar de opinión usando tan pocos argumentos.

El humo seguía llenando la sala y me pregunté si no me habría convenido salir y tomar un poco de aire. Fui hasta el baño y me mojé un poco la cara, para refrescarme y despabilarme. El espejo en frente mío estaba atravesado por una rajadura y no importaba cuánto me moviera, al intentar mirar mis propios ojos la quebradura se interponía en el camino, como si fuera yo el que estaba quebrado.

Al volver pasé irremediablemente al lado del cuadro gigante, de la vieja foto gris. Me encontré mirándola de nuevo embelesado, mirando esos rostros que eran más reales que los que había visto en mis últimos veinte años. Todos ellos se me hacían ahora grises y llenos de polvo, mientras la foto en cambio se encendía en colores, que se adivinaban detrás de la máscara monocromática. Pero mi mirada estaba clavada en esos ojos azules, que me devolvían la mirada limpia, sin rajaduras en el medio, y cuanto más los miraba más desaparecía el resto de las personas alrededor. Mi vista periférica se iba reduciendo y no podría haber distinguido si estaban aún inmóviles en sus lugares o si ahora corrían, se abalanzaban unos sobre otros, se tiraban nieve, ya sacada la foto. Fueron mis oídos los que me avisaron que, efectivamente, se estaban moviendo, porque se escuchaba el murmullo de las pisadas en la nieve, ahora claramente. Sentía que me empujaban, hacia el cuadro, hacia la nieve, hacia las filas de abajo que rompían la formación de la foto. Las risas me rodeaban y, caído en la nieve, vi que todos me rodeaban en realidad, se cerraban en torno mío, divertidos, misteriosos, mientras cantaban, o tal vez me recitaban:
"Al final, igual te alcanzará un silencio azul"
Mis amigos, los reales, los que no habían sido bastardeados por el tiempo me rodeaban y me miraban, me cercaban lentamente, riendo y repitiendo
"Al final, igual te alcanzará un silencio azul"
Me tomaban entre todos, me alzaban y me envolvían en la bandera del curso, y ya era tarde cuando entendí que no podía moverme, que no podía hablar, y no podía discutir lo que estaba pasando. Y mientras seguían cantando esas palabras crípticas, me llevaron en alza y me depositaron suavemente en la nieve, mi mirada clavada en el cielo, en las cabezas de todos aquellos viejos amigos, jóvenes, sonrientes. Y mientras repetían el cántico como un mantra vi acercarse a Cecilia, los ojos azules como el cielo, como la bandera que me apresaba, como la nieve debajo mío. Y suavemente, arrodillada, se inclinó y me besó, pero solo pude sentir la tela suavísima, como la seda, la tela que me llegaba ahora fría a los labios, me los sellaba, me callaba con suavidad y firmeza.
Solo entonces comprendí. Al final igual me alcanzaría un silencio azul.



*          *          *


Me despedí del gordo, y entre abrazos y palmadas en la espalda le confirmé una vez más que estaba bien, que ya me sentía mejor. No sé bien cómo me encontró cuando volvió a su departamento, pero había quedado absolutamente preocupado con cómo me había visto. Ahora se reía un poco y me jodía, pero era su forma de mostrar afecto.
—Che, ¿estás seguro que estás bien? ¿Por qué no te pedís un taxi mejor?
—No, gordo, ya pasó, ya me siento mejor —y era cierto— además tengo ganas de caminar un poco, respirar un poco de aire puro.
—Buena suerte con eso —me despidió, y me tiró algún otro comentario mientras bajaba las escaleras.

Cuando salí a la calle, el aire de la noche llenó mis pulmones, y sentí como entraban todos, la oscuridad, la paz, la humedad en mi pecho y me abrazaban. Caminar y respirar la noche me hacía bien, y me ayudaba a pensar en todo lo que había pasado. Las gotas que caían de a poco no llegaban a ser lluvia, y sonaban más como notas aisladas de un piano que como una melodía.
Caminaba y miraba las gotas caer, que me tocaban, a veces sí, a veces no.


Y entonces el tiempo empezó a detenerse. Yo seguía caminando, y mi velocidad no cambió, porque recorría la misma distancia en el mismo tiempo. Pero el tiempo mismo era el que se estaba frenando, se desaceleraba y hacía parecer que, para cualquier observador externo, mi andar se estaba pausando.
Las gotas cayeron tan lento como mis pasos y ya había algunas que jamás llegarían a tocarme, que quedarían eternamente suspendidas encima de mi cabeza.

Y el tiempo finalmente, gradualmente, se detuvo, dejándome encerrado en un eterno presente. Y yo quedé a mitad de un paso que no sería, solo, una isla entre un mar de gotas, entre una lluvia que no caía.







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