Anhelo de lluvia

Miro la cortina. Abro los ojos. Quizás no en ese orden, no sé. No puedo ver nada. Bueno, ojalá no pudiera ver nada. Un brillo se cuela por algún lado y hace que pueda reconocer algunas siluetas, extrañas, conocidas. Ojalá estuviera oscuro. Ahora no es mucho pero mañana se convertirá en una luz enceguecedora. Desconfío de las personas que no duermen en una completa oscuridad. Como si no les importara lo que pasa afuera.
Miro la cortina, la sombra de la cortina. En todo caso lo que puedo ver es poco, y no puedo ver lo que pasa allá afuera. Me carcome una duda todavía.

 ¿Estará lloviendo?

A esto me refiero con no ver nada. Siempre se ve algo, aunque sea el interior de los párpados. No veo lo que quisiera ver, supongo.
Acudo a otro sentido, el oído. Casi no hay sonidos. El silencio es tan alto que ensordece. Al no haber sonido de mayor volumen mi cerebro parece bajar el umbral de silencio, y levantar todo el ruido de bajos decibeles. Me parece poder escuchar la sangre fluir por mis oídos. Todo es cuestión de contraste y el silencio que escucho es comparable a un glaciar tronando.

Pero bajo ese silencio atronador...no puedo escuchar la lluvia. Ya aprendí que estoy muy alto para poder escucharla. Ese es un privilegio reservado a los que viven cerca de la tierra. Y yo no lo estoy.
Por un momento pienso en levantarme y verificar si está lloviendo o no. Son solo unos pasos. No, mejor no. Un paso o 500 son lo mismo, son sacar los pies de la cama. No me levantaría ni para ir al baño. Encima es ridículo. Es solo lluvia. O falta de lluvia.

Pero entonces entiendo...da lo mismo. No importa si llueve, no puedo sentirla. Solo puedo saber si llueve o no. El descubrimiento me reconforta. Me doy vuelta y dejo de mirar las cortinas. Quizás no en ese orden. Me tapo un poco más y me acurruco. Con los ojos cerrados me convenzo de la lluvia. Visualizo las gotas cayendo, cayendo. La lluvia cae en mi cabeza, y por eso cae afuera. Sonrío y no tardo en dormirme, sabiendo que, aunque no pueda sentirlo, afuera llueve.

. . .


La mañana me despierta con su luz y sus ruidos. Sus golpes secos en la puerta no tan seca. ¿Golpes en la puerta? Me levanto de golpe, hundiendo los pies en 20 centímetros de agua. Mi libro flota a la deriva, mojándose de fin a principio. La guitarra está mojada y doblada, finalmente soltando su llanto. Sí, al parecer llovió. Llovió tanto que se inundó todo, sin excepción.
A la segunda tanda de golpes abro la puerta, apenas vestido, apenas despierto. La puerta abre lenta, ante la pesada inercia del agua y el encargado me mira al otro lado. En el pasillo los vecinos trapean, baldean, se quejan de su suerte, buscan un culpable. Yo los ayudo. De a poco sacamos el agua, de a poco secamos,  de a poco escurrimos. De a poco cada uno entra en su casa, a secarse, a bañarse.
Solo quedamos en el pasillo el encargado y yo. Este mira alrededor para asegurarse que no hay nadie y me apunta con un dedo. Está furioso. No sabe bien que decirme. No sé bien que decirle. Él me conoce. Él entiende qué pasó.

—No podés seguir haciendo esto —me dice enojado.

No digo nada. No hay mucho que decir. Cierro la puerta y entro a mi casa. En el balcón, pongo los libros mojados a secarse. Me siento a secarme también al sol, que brilla radiante.


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