Los dos minutos que salvaron al mundo

—Yo ya sé lo que vos estás pensando, nene.


Lo miré expectante, intrigado por lo que iba a decir. Creo que lo único que le faltaba era el don de la telepatía. Aunque, si así era, agradecía que fuera unidireccional. No sé si yo hubiera estado preparado para recibir los pensamientos de esa persona en mi pequeña cabeza.


—Vos pensás que yo soy un viejo choto.


Sonreí un poco. Quizás tuviera telepatía después de todo. Me crucé de piernas en el piso y apoyé el mentón en mis manos, los codos en las piernas. Estas frases anunciaban que se venía un manantial de delirios, que me apasionaban. A mamá no le gustaba que me pusiera a charlar con el abuelo, pero no siempre podía evitarlo. Y entonces podía sentarme al lado de su silla y oír al viejo volver a divagar y divagar con ese viaje que le había hecho perder la cabeza. Al menos eso decía mamá.


—Pero todo lo que te digo es verdad. Tu mamá no quiere entender. Ella siempre fue una negadora. Dice que estoy loco. Pero ¡Ja! Tiene suerte de estar viva para decirlo.


—Pero abuelo, si no pasó nada…


—¿Nada? ¡Nada! Pendejo insolente. ¿Cómo que no pasó nada? ¡Todo pasó!


—Bueno pero si al final…


—Callate la boca, carajo. No me hagas pegarte de nuevo con el bastón en la cabeza. Pasó, sí que pasó. Pero lo más importante es lo que no pasó. Lo que yo evité que pasara. Tenés suerte vos también de estar vivo, de haber nacido siquiera y poder estar acá cuestionando a tus mayores.


Me quedé, ahora sí callado, esperando que el abuelo hablara. Al abuelo había que hacerlo enojar pero solo en la medida justa. En el punto medio entre su mutismo casi de rigor mortis y los bastonazos se encontraba esa zona perfecta, donde repetía una y otra vez su descabellada historia.


—Yo estaba ahí. En ese punto de inflexión de la historia. Estaba en ese momento exacto, sin saber que estaba participando de un momento crítico de la humanidad. Esa cena, ¡esa cena! Podría haber sido la última cena. Pero yo actué. Fue una fuerza que me impulsó, fue como una epifanía que me hizo actuar y cambiar el curso de la historia. De pronto pude ver el futuro, el tiempo tejerse enfrente mío. Como quien se para en la cima de una duna y ve caer la arena a izquierda y derecha, vi la historia. De un lado...desolación y catástrofe, un mundo destrozado. Del otro lado estabas vos...pendejo malagradecido.


Le sonreí mostrando los dientes, para que vea que sí, estaba agradecido de estar vivo.


—Y eso que tenía hambre eh, ¡estaba muerto de hambre! Esos viajes de mochilero...vos sos un pibito, ya los vas a hacer...esos viajes se hacen con dos monedas en los bolsillos. Y la última semana te das cuenta que gastaste las dos monedas en boludeces y no tenés para comer. Por suerte allá son hospitalarios, son increíbles. Esta familia me había alojado por unos días y me daba de comer. Unos divinos —se hamacó y se enojó de vuelta recordando el otro futuro de ese pasado —¡Pero lo cerca que estuvieron de terminar el mundo!


El abuelo se había levantado y gritaba con el puño en alto. Intenté calmarlo porque se había acercado peligrosamente al punto de enojo sin retorno. Además, si mamá lo escuchaba no iba a poder escuchar de nuevo el fin de la historia.


—Y te digo que estaba muerto de hambre —siguió, una vez se hubo calmado —. Si no jamás me hubiera sentado a comer esa asquerosidad. Pero no tenía mucha opción. Y uno, con su mente occidental no debe cuestionar sus costumbres. Pero era demasiado. El bicho se notaba que estaba crudo. Todo bien, yo me como el murciélago ¡pero cocinalo bien! Le dije al tipo. Y lo metió dos minutos más en la olla. Dos minutos más pibito, dos minutos más que salvaron al mundo.

Yo estaba emocionado, quería saber más. Le pedí que me contara de todo lo que no había sido, de esas cuarentenas de cientos de días, de los muertos apilados y todas esas ridiculeces de ciencia ficción que inventaba el viejo. Pero ya lo había perdido. Había prendido la tele, y me contestó.


—Bueno, listo pibe. Ahora callate que va a hablar el presidente Espert por cadena nacional.




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