La muerte del cangrejo

La frase quedó flotando en el aire, y el silencio cayó sobre el grupo como un manto. Quizás era el vino que habíamos tomado en abundancia después del asado, pero un poco lo tomamos en serio. Ninguna risa le sacó credibilidad a la afirmación de Rubén.
La conversación había arrancado en lugares comunes de hombres que no se conoce tanto: fútbol y mujeres, pasando a la política pero de a poco virando a lugares más oscuros. Mientras el alcohol hacía su efecto habíamos llegado a las teorías conspirativas, a historias de asesinatos y a experiencias propias inexplicables. Todo se había construido para que ahora el comentario de Rubén fuera al menos escuchado.

—¿Y...vos fuiste? —le preguntó alguien.
—No, no soy tan masoquista —un poco se sonrió Rubén, y tomando de su vaso de fernet agregó—, pero...conozco historias, de buena fuente.

Era un grupo que prácticamente no me conocía. En particular no sabían lo absolutamente escéptico que soy de todo este tipo de cosas. Por eso sentía el alivio de no tener que mostrarme de esa manera.

—Pero... —me costaba cortar el silencio— ¿de verdad te adivina el futuro?
—No, no. No es adivinar el futuro. Es solo eso. El momento de tu muerte. Nada más.
—¿Y le pega?
—Pegarle le pega, no tengas duda —Rubén parecía incómodo ahora, giraba los hielos del vaso con un dedo—. El tema...es que...obviamente no da igual saber o no saber.

Hubo una larga pausa. El único que no cruzaba miradas era Rubén, los ojos fijos en su vaso. Al ver que no iba a seguir repliqué:

—Y, obvio que no.
—No, no me refiero a eso —ahora levantó la mirada, y clavó los ojos en mí —. Lo que quiero decir es que el simple hecho de saber la fecha de tu muerte la modifica —Tenía la mirada oscura, casi parecía aterrorizado de lo que decía —. En cierto modo, querer saber la fecha hace que el tipo acierte. Eso mismo. Solo acierta porque vos fuiste a buscarlo.

Fue un cierre tajante, misterioso. Fue tan poderoso que marcó el fin de la velada. Poco se pudo hacer para reanimar la charla, y minutos más tarde ya todos habían abandonado mi casa.
¿Por qué me había afectado tanto el delirio de Rubén? Ahora, con el hechizo roto, me sorprendía de haberlo tomado en serio. Sin embargo, una pregunta se abría: ¿quería saber la fecha de mi muerte?
El silencio de la noche, el frío, el alcohol en sangre, los platos por lavar ayudaban a que diera vueltas y vueltas a la misma idea. ¿Cómo serían las cosas si supiera la fecha de mi muerte?

Cuando entré al cuarto haciendo el menor ruido posible me recibió la voz soñolienta de siempre desde la cama:

—¿Cómo estuvo?

Mi respuesta fue ignorada por completo, casi como si la pregunta hubiera sido de compromiso. Mientras me acostaba a su lado le dije que se durmiera. Pero yo, a pesar del cansancio, a pesar del vino no podía dormirme. No podía ni siquiera cerrar los ojos.

—Si pudieras saber la fecha de tu muerte, ¿querrías saberlo?

Tardó un poco en contestarme, chasqueó la lengua irritada y se giró, dándome la espalda.

—Qué sé yo gordo, es tarde. ¿Lavaste los platos?
—Sí, los lavé.

Como siempre, se ocupaba de las cosas importantes. Pero, ¿tenía sentido lavar los platos si nos moríamos mañana? ¿para quién los lavábamos?
¿Y si en vez de mañana me moría el lunes? ¿habría lavado los platos? ¿a partir de qué fecha consideraría útil lavarlos? Tenía la sensación ahora de que, fuera cuando fuera mi muerte, saber el día despojaba a todo de sentido. O quizás al revés, lo llenaba arrolladoramente de sentido, al punto de volverlo insoportable.
Quizás era tan solo el hecho de saber que, efectivamente, me iba a morir. ¿Era eso? ¿era tener la certeza de mi muerte? Pero si ya sé que me voy a morir...Tal vez era eso, tan estúpido como eso. Se quebraba el cristal de ignorancia que nos hacía inmortales.

En algún momento me dormí, y no lo supe. Porque solo puedo saber cuando estoy despierto que no estoy durmiendo. Al día siguiente me había olvidado del asunto. O eso fue lo que pensé, hasta el lunes. Cuando salí de la oficina ya había tomado la decisión de ir a ver al oráculo, al ave de mal agüero.



Ya en el auto saqué ese pedazo de papel arrugado que no sé por qué había guardado. Garabateado abajo de las indicaciones Rubén había escrito una sola palabra: "Cachirú". Todavía no estaba seguro de si quería vivir con esa información o no. Pero una cosa era vivir ignorante de mi propia muerte y otra distinta elegir explícitamente ignorarlo. De cualquier forma el hechizo estaba roto. Supongo que si de verdad hubiera creído en todo esto, no habría ido. Quería, más que nada, sacarme la curiosidad respecto a esta persona. Pero el hecho de estar yendo a su encuentro mostraba que algo de duda me quedaba. Tenía que verlo para confirmar la farsa.

Entré con el auto al predio gigante y finalmente al galpón de la fábrica abandonada. El viento se levantaba afuera y se había oscurecido de nubes el cielo, haciendo parecer que era más tarde de lo que realmente era.

Caminé vacilante, con el corazón latiendo con fuerza. Cada paso reverberaba con un chasquido metálico. El aire sumamente quieto del interior hacía contrastar el vendaval de afuera. Me paré en el lugar indicado. Al menos parecía el lugar indicado.

—¡Cachirú! —grité, y mi propia voz me asustó —. ¿Cuándo voy a morir?

Entonces, solo entonces, lo vi parado enfrente mío. Enorme, encorvado, parecía entre las sombras un gran búho negro. La figura me miraba fijamente y, aterrorizado, comprendí que iba a atinar en su augurio. Yo iba a caer, como tantos otros, en su efectividad implacable.

—Ahora mismo.

Y levantando el brazo derecho, disparó.


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