Contacto

La luz que nunca había pensado ver encendida brillaba ahora, suave, intermitentemente.
El corazón se me detuvo y respiré pesadamente, duro, mirando aquella luz roja titilar. La acompañaba un sonido en sincronía. Un sonido que pensaba no iba a escuchar jamás.

En realidad decir "jamás" es una exageración. Por supuesto que en un principio había pensado en eventualmente escuchar esa alarma. Había soñado con la posibilidad remota de ver esa luz titilando. De hecho, esa esperanza inútil, ese sueño absurdo había sido el que me había impulsado a estudiar durante tantos años ingeniería, física, y a hacer finalmente un doctorado en matemática aplicada. Había sido el motor de este proyecto imposible, de esta hazaña sobrehumana. Pero tras 21 meses de viaje sumados a 5 meses más de estadía, de espera, de hacer absolutamente nada, las esperanzas se habían ido diluyendo. Solo quedaban la irritación y la sensación de fracaso absoluto. La completa seguridad de que nunca vería aquella luz titilar.

Y sin embargo, allí estaba. Ya había esperado unos cuantos segundos. Ya había desechado que fuera un error, que fuera un producto de mi imaginación. Estaba sonando la alarma de mis anhelos.

Apreté el intercomunicador de mi traje.

—Rogers, no te vas a creer esto.

Me respondió un suave ruido blanco, el sonido de las estrellas distantes, de la tierra. En mi emoción le había hablado a mi compañero en castellano, del cual entendía muy pocas palabras. El protocolo decía que debíamos comunicarnos en inglés, aunque no fuera la lengua materna de ninguno de los dos. Repetí el mensaje, ahora en el idioma debido:

—Rogers, no te vas a creer esto.

Otra vez no recibí respuesta. Siempre lo mismo.

Reflexioné por un momento si debía avisar a la base. Tamborileé con los dedos encima del panel, dudoso. De todas formas la comunicación era insoportablemente lenta. Era increíble que después de tanto desarrollo tecnológico en materia de comunicación, el límite impuesto por la velocidad de la luz nos hubiera llevado de vuelta a la época epistolar. Cuando la respuesta tarda más de 5 segundos ya es preferible enviar una carta que hablar en simultáneo.
Y ni que hablar en nuestro caso, donde el mensaje tardaba 35 minutos en llegar a la base.

Decidí que no. Que más valía esperar a asegurarme antes de armar un revuelo. Después de todo, bien podía tratarse de un error de los sensores.

Pero justo en ese instante, cuando me estaba convenciendo que era algún error, la alarma cambió de señal. La pedagógica aguja, similar a un velocímetro, había pasado del nivel más bajo, "cadenas de carbono", a "organismo celular". De vuelta me saltó el corazón en el pecho. Una cadena de carbono era un descubrimiento asombroso, era un primer vestigio. Pero ¿células? Ahora no me podía mentir a mí mismo, mientras los sensores y la computadora seguían haciendo análisis. Allí estaba intrínseca la palabra que tenía en la boca y no quería nombrar. Vida.

—¡Rogers! ¿Me copias? Es importante. —a fin de cuentas, él era el biólogo —. ¿Dónde estás?

Por un momento mi irritación hacia Rogers me nubló del histórico momento que estaba viviendo. La irritación, admito, venía por otros temas. Pero me exasperaba que el único momento en el cual más lo necesitaba no contestara.

Habíamos sido la pareja perfecta, por eso nos eligieron para llevar a cabo la misión. Pero más de dos años de convivencia habían raspado la relación hasta el límite, hasta el punto en que no podíamos soportar la presencia del otro. Es por esto que Rogers apagaba la radio regularmente, o la dejaba en otro lado mientras dormía, a pesar de que el protocolo lo prohibía expresamente. A esta altura yo no sabía si lo hacía solo para hacerme enojar.
Da igual, me dije. Él se lo perdía. Se iba a perder el descubrimiento más grande de la humanidad por una siesta sin interrupciones.

Mientras tanto, la computadora zumbaba, trabajando a toda velocidad. Yo solo podía ver los resultados en los cuales había seguridad, pero mientras tanto se estaban ejecutando miles de pruebas sobre el objeto hallado. ¿Sería cierto? ¿realmente había encontrado vida? Miré en un reflejo infantil por la ventana, pero nada se veía afuera. Solo el hielo liso y oscuro de siempre y en el fondo, en el horizonte curvo, el gigante ocupando la mayor parte del cielo. Había pasado mucho tiempo ya, pero aún no me había acostumbrado a ver ese monstruo, esa bola rayada y preciosa en el firmamento. No le cabía otro nombre que el de Júpiter.
Y a ese espectáculo lo acompañaban el resto de las lunas: Io, Ganímedes, Calisto y otras lunas menores, ninguna tan curiosa, tan espectacularmente preparada para la vida como nuestra querida Europa.
Europa tenía todo; Oxígeno en abundancia, una gran capa de hielo protector, un enorme océano bajo el hielo, líquido, salado, caliente. El doble de agua que todos los océanos de la tierra. Y gracias a las mareas de Júpiter que apretaba la luna como una bola de goma en la mano, el centro de Europa se mantenía lo suficientemente caliente como para albergar vida. Y al parecer, finalmente, lo estábamos corroborando.

Mi cabeza estaba partida, sin poder decidir. No por nada soy un científico, todos los problemas los ataco con escepticismo, el método científico incluido. Habían mil cosas en las que debía dudar. Podía ser un fallo de los sensores, un fallo de la computadora, un bug en los algoritmos propios. Podía ser un problema más profundo, el problema que siempre temíamos. Podía ser vida sí, pero que hubiéramos traído nosotros de la tierra. Podríamos haber contaminado la luna con organismos terrícolas, y logrado el más catastrófico de los resultados. A los sensores les sería imposible diferenciar un organismo terrestre de uno extraterrestre, a menos que las diferencias fueran absolutamente innegables. Todo ello podía fallar, y más.
Pero por otro lado...soy un ser humano. La esperanza era tan grande que no podía dejar de pensar en las posibilidades, en las consecuencias sociales, científicas, culturales que tendrían este descubrimiento.
No estábamos solos. Era increíble.

Me puse el traje y empecé a ejecutar las acciones para una salida. El traje estaba conectado a la computadora central así que los sensores me guiarían hasta el lugar preciso para hacer mejores mediciones, y quién sabe, tal vez tomar muestras del espécimen.

—Rogers, voy a salir —dije al intercomunicador, no porque pensara que me estuviera oyendo sino para dejar sentado que yo seguía estrictamente el protocolo.

Ahora sí presioné el botón de comunicación con la tierra y notifiqué, emocionado:

—Tierra, aquí Europa, estoy por salir a verificar posible forma de vida. —y agregué en español, para dejar mi toque a la posteridad —deséenme suerte.

Me ajusté el casco, y justo cuando estaba presurizando veo la aguja moverse a la derecha, y el pitido volverse más agudo. "Forma de vida avanzada" indicaba, y la computadora arrojaba más resultados. "Más de 10 kg de masa" agregaba.
Me quedé paralizado, boquiabierto. Esto era demasiado. Una ameba oculta bajo kilómetros de océano era una cosa, ¿pero esto? Los miles de libros de ciencia ficción que había leído de chico se me vinieron de pronto a la cabeza, y un frío me recorrió la espalda. ¿Estaba preparado para interactuar con seres extraterrestres? Me había preparado para ello la mayor parte de mi vida, sí, pero ¿por qué habrían de ser los europeos seres pacíficos? ¿qué me aseguraba que respetaban la vida individual como nosotros?
De pronto no estaba tan seguro de querer salir. Fuera de esa cáscara estaba absolutamente indefenso. Para colmo la pantalla de mi casco mostraba ahora en simultáneo con la de la cabina que el objeto estaba en la superficie, justo en frente de la nave, y se acercaba en línea recta.

El pánico me tomó por completo y solo atiné a abrir la comunicación con mi compañero

—¡Rogers! —grité aterrorizado —Hay algo ahí afuera Rogers, no sé qué es, te necesito, tengo miedo.

Pero la radio de Rogers estaba apagada y solo escuchaba un ruido blanco por encima del pitido. Nadie podía ayudarme. Me asomé a la ventana de la nave y vi el objeto acercarse a lo lejos, una sombra gigantesca, un ser deforme, alienígena recortado contra el gigante Júpiter.

Estuve a punto de correr, de esconderme abajo de la cama, de disparar toda la artillería contra ese bulto extraño, pero decidí salir a su encuentro. Decidí salir con lágrimas en los ojos, lagrimas de bronca, de alivio, de decepción. Decidí salir a buscarlo porque ya había entendido todo. Mientras la aguja marcaba irónicamente "vida inteligente", el máximo grado de la escala, salí al exterior, corriendo en el hielo eterno. Abrí mi casco en un impulso idiota, mientras los sistemas de emergencia se activaban como locos, intentando compensar la pérdida de presión y temperatura. Pero solo así podía gritar a la fina atmósfera y llegar a su traje apagado, sólo así podía escuchar mi grito desgarrado.

—¡Rogers! ¡La concha de tu hermana!


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